viernes, 6 de febrero de 2009

DILE QUE LE QUIERES


Cerremos los ojos y recordemos lo más hermoso que nos han dicho nuestros padres: Princesa…rey de la casa…mi vida…eres un encanto…cariño…mi corazón…mi amor…mi cielo…qué guapo…qué listo…
¿Estamos sonriendo?

Tal vez algunos de nosotros no logremos traer estos recuerdos, y en su lugar aparezcan sin permiso otros: qué tonto eres…pues sólo sabes mentir…que si sigues así se lo diré a tu padre…eres malo…no te quiero… ¿acaso no comprendes?... ¿eres sordo?...distraída como su madre…
¿Estamos compungidos?

Lo que nuestros padres -o quienes se ocuparon de criarnos- hayan dicho, se ha constituido necesariamente en lo más sólido de nuestra identidad. Porque somos los adultos quienes nombramos cómo son las cosas. Por eso lo que decimos, es.

El niño pequeño no pone en duda lo que escucha de los mayores. Puede ser doloroso o gratificante, pero en todos los casos, la interpretación de los adultos es absolutamente certera para el niño que aprende a traducir al mundo a través del cristal de los mayores.

En este sentido, la intención con la que hablamos con los niños es importante. Si los amamos de verdad, seguramente nuestras palabras estarán cargadas de sentimientos cariñosos y suaves. Pero si estamos llenos de resentimiento, destilaremos odio aún cuando los niños no tengan nada que ver.

Es verdad que hay situaciones donde el niño se equivoca o hace algo inadecuado. Pues bien. Una cosa es conversar sobre eso que “hizo” mal, y otra cosa es que ese acto lo convierta en alguien que “es” malo. Sólo nuestro rencor puede confundir entre lo uno y lo otro. Si el niño, de tanto escuchar a sus padres diciendo lo mismo, se convence de que es malo, quedará atrapado por ese circuito donde “es” en la medida que es malo, y para ser malo, tiene que seguir haciendo todo lo que haga enfadar a sus padres. En ese punto, ha perdido toda esperanza de ser amado sin condiciones.

Para el niño “eternamente malo a ojos de sus padres”, siempre aparecerá otro individuo que actuará el personaje opuesto: “el eternamente bueno”. A veces es alguien tan cercano como el propio hermano o hermana, u otra persona muy próxima a la familia. Allí, en ese personaje, -no importa qué es lo que haga- recaerá toda la admiración y será nombrado por los padres como alguien “bueno, inteligente y listo”. Esta es la prueba fehaciente de que no se trata de lo que cada uno es o hace, sino de la necesidad de los adultos de proyectar polarizadamente, nuestros lados aceptados y nuestros lados vergonzosos en otros individuos, para no hacernos cargo de quienes somos. Y también para dividir la vida en un costado bien negro y en otro bien blanco, de modo de tener cierta sensación de claridad. Que por supuesto no es tal.

Parece que los adultos necesitamos mostrar todo lo que los niños hacen mal, cuán ineptos o torpes son, para sentirnos un poquito más inteligentes. Es una paradoja, porque al actuar de esta forma, es obvio que somos increíblemente estúpidos.

Sin embargo las cosas son más sencillas de lo que parecen. Decirles a los niños que son hermosos, amados, bienvenidos, adorados, generosos, nobles, bellos, que son la luz de nuestros ojos y la alegría de nuestro corazón; genera hijos aún más agradables, sanos, felices y bien dispuestos. Y no hay nada más placentero que convivir con niños alegres, seguros y llenos de amor. No hay ningún motivo para no prodigarles palabras repletas de colores y sueños, salvo que estemos inundados de rabia y rencor. Es posible que las palabras bonitas no aparezcan en nuestro vocabulario, porque jamás las hemos recibido en nuestra infancia. En ese caso, nos toca aprenderlas con tenacidad y voluntad. Si hacemos ese trabajo ahora, nuestros hijos -al devenir padres- no tendrán que aprender esta lección. Porque surgirán de sus entrañas con total naturalidad, las palabras más bellas y las frases más gratificantes hacia sus hijos. Y esas cadenas de palabras amorosas se perpetuarán por generaciones y generaciones, sin que nuestros nietos y bisnietos reparen en ellas, porque harán parte de su genuina manera de ser.

Parece que nuestra generación es bisagra en la evolución de la sociedad occidental. A las mujeres nos toca aprender a trabajar y lidiar con el dinero. A ser autónomas. Nos toca aprender sobre nuestra sexualidad. A re aprender a ser madres con parámetros diferentes de los de nuestras madres y abuelas. Y nos toca aprender a amar. Por eso es posible que sintamos que es un enorme desafío y además es mucho trabajo, esto de criar a los niños de un modo diferente a como hemos sido criadas. Es verdad. Es mucho trabajo. Pero se lo estamos ahorrando a nuestra descendencia. Pensemos que es una inversión a futuro con riesgo cero. De ahora en más… ¡sólo palabras de amor para nuestros hijos! Gritemos al viento que los amamos hasta el cielo. Y más alto aún. Y más y más.


Laura Gutman

FEMILIAS ENSAMBLADAS

En la medida que los divorcios se van haciendo más frecuentes, las mujeres y los varones habitualmente volvemos a emparejarnos y de esas uniones nacen hijos que ya no son ilegítimos para nuestra moderna concepción, pero sin embargo no sabemos muy bien dónde ubicarlos dentro de nuestro esquema de familia. Es que las familias han cambiado en el concepto y en la realidad. Ahora los niños tienen hermanos por parte del padre, por parte de la madre, por parte de la segunda pareja del padre, sobrinos que son hijos de medios hermanos y hermanastros con quienes no tienen lazos sanguíneos pero sí convivencia fraterna. Madrastras que no se parecen en nada a las brujas de los cuentos y padrastros a quienes aman y a veces pierden después del último divorcio de la madre. El “quién es quién” en estos nuevos rompecabezas familiares ya no los podemos organizar según los lazos de parentesco físico sino según los vínculos afectivos que se establecen de muy variadas maneras. Esa es la gran diferencia ahora: ya no se estipula quién funciona como padre, hermano o tío según la herencia sanguínea, sino que aquel que esté dispuesto a cumplir esa función -bajo el acuerdo de todos los implicados- simplemente lo asume.
Para los niños estas cosas suelen ser muy sencillas. No tienen problemas en amar a dos, a tres o a veinte personas. Con frecuencia, quienes tenemos problemas somos las personas mayores, a quienes nos resulta más complejo admitir dentro de nuestro circuito afectivo a más individuos que los que teníamos calculado.
Sucede que sin querer nos enamoramos de alguien. Digamos, por ejemplo, que Remedios se enamora de Juan Carlos. Remedios es joven, no tiene hijos y desea tenerlos. Si hay algo que a Remedios le gusta de su pareja, es que es un padre encantador. Juan Carlos tiene dos hijos pequeños, Marcos de 6 años y Mercedes de 4 años. Verlo jugar con sus hijos, observarlo cuando corretea con ellos los domingos y cuando los acaricia antes de dormir, la llena de ternura y pasión por ese hombre perfecto. Las cosas andan tan bien que deciden vivir juntos, incluso han conversado sobre la posibilidad de tener niños más adelante. La vida les sonríe.
Pues bien, resulta que Remedios se enamoró de Juan Carlos pero no previó que eso significaría alimentar el amor hacia esos dos niños que a partir de ese momento pasan a formar parte de su vida familiar. En el devenir cotidiano, aparecerán las dificultades, teñidas por las limitaciones reales que traen consigo la presencia de los niños pequeños: básicamente coartan la libertad y la autonomía. Es así. Ya no disponemos de nuestro tiempo ni de nuestra energía como antes: los niños y sus necesidades están primero. Pueden aparecer también diferencias importantes respecto a la madre de los niños, concepciones diferentes en el arte de criar y todo tipo de desencuentros, obvios motivos por los cuales Juan Carlos y su ex mujer ya no están juntos. Remedios intentará inconscientemente retener a Juan Carlos para sí, al mismo tiempo que tratará de expulsar de ese territorio a los niños molestos. El problema es que Juan Carlos “solo” no existe. Es “JuanCarlosconsusdoshijos”. He aquí uno de los malentendidos más frecuentes cuando estamos construyendo una familia ensamblada sin saber que la estamos fundando. Quiero decir, una cosa es enamorarse de un varón o una mujer con hijos, y otra es comprender que todo vínculo comprometido con ese individuo, incluye necesariamente a sus hijos.
A menudo pretendemos desconocer la evidencia de la presencia indefectible de los hijos de la persona que amamos, sosteniendo la ilusión que ese ser está solo y totalmente disponible para nosotros. Sin embargo, si decidimos iniciar una convivencia, tendremos que rendirnos ante la realidad tal cual es y lograr acuerdos sobre muchas más situaciones que las habituales dentro de una pareja sin hijos. Cuando asumimos el compromiso de convivir con hijos ajenos, tendremos que ser muy claros unos y otros sobre qué estamos en condiciones de ofrecer, qué pedimos a cambio, qué espacio de libertad otorgamos a nuestra pareja para ocuparse de sus hijos –especialmente si no tenemos hijos propios- y sobre todo, tenemos derecho a conocer la trama oculta de los vínculos de esos niños en relación a sus progenitores o personas a cargo la mayor parte del tiempo.
Inversamente, si Milagros es quien tiene tres hijos, supongamos que tiene a Clara de 14 años, y a los gemelos Lorenzo y Martin de 10 años; y Juan Carlos decide asumir la convivencia con estos niños, tendrán que discutir y “poner sobre la mesa” con lujo de detalles las modalidades de convivencia, lo que cada uno está verdaderamente en condiciones de ofrecer al otro, los tiempos disponibles y sobre todo si serán capaces de tolerar las modalidades de crianza o las ideas que cada uno defiende en relación a la educación de los niños. Lo mismo sucede si Milagros tiene hijos y Juan Carlos también tiene hijos. Dependerá de quiénes son los niños que viven permanentemente en la casa en común, las edades y el nivel de conflictos con cada uno de los ex cónyuges, lo que facilite o empeore el entendimiento entre las partes.
Justamente, uno de los factores que no tenemos en cuenta al momento de ensamblarnos…es que compartiremos la vida -lo admitamos o no- con los ex cónyuges, propios y los de nuestra pareja, ya que están presentes en cada exabrupto de los niños, cada enfado, cada enfermedad y cada toma de decisiones. ¡Esa es la verdadera sorpresa! Y la peor noticia es darnos cuenta que los ex suegros también están invitados a la fiesta (a decir verdad, no estaban invitados, pero aparecieron como la humedad en la pared) y nos vemos obligados a aceptar que hacen parte de la familia, en las buenas y en las malas.
Estar dispuestos a ensamblar familias supone una generosidad y una apertura excepcionales. Porque no se trata sólo del amor pasional entre un hombre y una mujer con el consecuente deseo de estar juntos. Cuando uno de los dos -o ambos- tenemos hijos, planear el futuro en común incluye múltiples variables, tantos como individuos hagan parte de esta decisión tomada sólo por la pareja enamorada y sin el consentimiento de los niños. Es decir, será menester ejercer la paciencia, el diálogo, las explicaciones, la escucha genuina y la verdadera intensión de ofrecer a los niños algo tan valioso como la comprensión y la compañía, en agradecimiento a la adaptación de los niños al nuevo esquema familiar. La familia ensamblada nos obliga a tolerar las diferencias, a ofrecer nuestras virtudes –ya sean la tranquilidad, la solvencia económica, el humor, una familia extendida que respalda, la simpatía, la disponibilidad para el diálogo o lo que sea que acreditemos en beneficio de todos- porque una familia ensamblada es siempre un desafío mayor. Somos los adultos que tenemos la obligación de cultivar el amor hacia los niños que no son propios, si pretendemos que los niños aprendan a convivir, sean respetuosos y solidarios -ya sea con sus hermanos de sangre o de vida- y sientan unos y otros que están en su casa. Si la experiencia cotidiana está basada en el diálogo y en la aceptación de las diferencias, todos seremos cada vez más capaces de acomodarnos a las necesidades de los grandes y de los pequeños nutriéndonos del abanico de percepciones y sensaciones que nos constituyen.
Por otra parte, vale la pena que reflexionemos sobre qué significa “hijos propios”. Cuánto tiene que ver ese concepto con la apropiación de los hijos como si fueran un bien de consumo. Y qué bueno sería para la humanidad toda que aprendamos a considerar a todos los niños como propios, sobre todo si nos toca convivir con ellos.
En cambio, cuando la pareja constituida y al frente de la familia ensamblada divide los territorios dentro de la casa entre los tuyos y los míos, el pronóstico es complicado. En esos casos evaluemos si no es mejor tener una relación de pareja sin convivencia, para que los hijos propios y ajenos no se conviertan en rehenes de nuestras disputas.
La noticia alentadora es que en las familias ensambladas circula mucha vitalidad. Habitualmente hay niños de edades muy diferentes, niños o adolescentes que viven algunos días en casa de la madre y otros en casa del padre, hay vacaciones con unos y otros. Es común que un niño desee compartir actividades en casa de la mamá o el papá de su hermanastro, ex cónyuge de la pareja de su propio progenitor. Es gracioso que ya nos hayamos perdido en el mapa familiar, de hecho hay familias que lúdicamente dibujan mapas indicativos para no perderse en el laberinto de los lazos inter-familiares y lo cuelgan en la puerta de entrada para que quienes visiten ese hogar sepan quién es quién. Es el juego de las diferencias. Es el juego de la libertad.
Laura Gutman