viernes, 23 de enero de 2009

LA TV COMO CANGURO

Que la pantalla de la televisión haga parte de nuestra vida cotidiana es un hecho tan real como el aire que respiramos. Así que no vale la pena rasgarnos las vestiduras en contra de la televisión en sí misma. Si bajara un extra-terrestre con su nave espacial en la Tierra constataría que existe un elemento común en todos los rincones del planeta -a pesar de las grandes diferencias entre regiones- que tiene atrapados, casi inmovilizados y prácticamente hechizados a todos los seres humanos que la habitan. Frente a la televisión, entramos en una frecuencia “alfa”, atraídos hacia el aparato como si tuviera dentro de sí una varita mágica para mantenernos en un estado de encantamiento general.

Cuando miramos televisión, entramos en un universo de fantasía, aunque se trate del noticiero con las peores noticias del mundo. Allí las vivencias internas pueden convertirse a nuestro antojo en lo que queramos. La televisión “se introduce” y al mismo tiempo nosotros “nos introducimos” en ella. Como sea, hay una sensación onírica de placer y ensoñaciones. Esto explica un poco porqué los adultos asociamos “descanso” con “mirar televisión”.

Ahora bien, los adultos estamos tan acostumbrados a “ser mecidos” por la televisión encendida, que podemos comprender que los niños -que en ocasiones pasan muchas horas sin mirada de un adulto, sin dedicación para el juego y sin propuestas creativas- encuentren también una sensación agradable y placentera. Por lo tanto no sería muy honesto de nuestra parte, enfadarnos con ellos, y mucho menos con el aparato.

Si consideramos que los niños pasan demasiadas horas frente a la televisión, tendremos que aceptar que el problema no es la televisión en sí misma sino que se ha convertido en la instancia más satisfactoria, gozosa y fiel que los niños han encontrado, a falta de algo mejor. Es un canguro ideal. Gratuito. Y no tiene apuro por irse a casa. Si pretendemos que ellos reduzcan el tiempo que pasan pasivamente mirando dibujos animados, será menester proponerles -lo que sea- siempre y cuando entremos en comunicación con ellos. Todo niño pequeño va a preferir el vínculo con otro ser humano –o con un animal doméstico- antes que el vacío y la soledad. Cuando el abandono está presente, la televisión apacigua y calma. Pero cuando la intensidad de una relación humana se pone de manifiesto, la televisión pierde su razón de ser frente a las necesidades ya satisfechas del niño.

Sin embargo a los adultos nos cuesta mucho hacernos cargo de entrar en una relación afectiva y de verdadera comunicación con los niños. La televisión encendida “nos salva” a los adultos, ya que nos permite “hacernos los sordos” respecto a nuestras incapacidades para escuchar a nuestros hijos, y por supuesto, respecto a las propias necesidades y deseos. Cuando el ruido y las imágenes inundan todo el espacio de encuentro, podemos simular que estamos juntos, pero en realidad cada uno está solo en su pequeño territorio afectivo.

Tengamos en claro que a la televisión la necesitamos más los adultos que los niños. Porque los más pequeños siempre están ávidos de comunicación, intercambio emocional, juego y palabras. En cambio las personas grandes estamos más acostumbradas a refugiarnos en la soledad largamente aprendida y a defendernos de miedos muy arcaicos. Por eso la televisión nos tranquiliza a todos y parece imprescindible en los momentos supuestamente ideales para el encuentro, como las comidas, las cenas familiares, las últimas horas del día y los momentos previos a ir a dormir.

Si la televisión se ha convertido en casa en una presencia constante y ha invadido cada rincón del alma familiar, sembrando cada vez mayor aislamiento e incomunicación entre unos y otros; podemos probar, sin cambiar radicalmente las cosas, permanecer junto a los niños con la intensión de mirar un programa mientras intercambiamos algunas palabras. Veremos que probablemente los niños se interesarán por nuestra presencia. Tendrán algún acercamiento a través del juego o de un pedido cualquiera. Del mismo modo, cuando nosotros no estamos en casa y otras personas se hacen cargo del cuidado de los niños, nos corresponde también ofrecerles ideas creativas a esos adultos, que serán responsables no sólo de que a los niños no les pase nada malo, sino también de entrar en un vínculo de intercambio emocional, de cobijo y de cariño. Si eso existe, la televisión pasará a un segundo lugar en la vida cotidiana.

Por otra parte, vale la pena reflexionar o incluso “cronometrar” el tiempo que nosotros mismos pasamos frente al televisor. Veremos que es mucho más tiempo del que creemos. Si registramos que ese tiempo de aparente ocio, en realidad esconde una inmensa soledad y una gran dificultad para comunicarnos con los demás, quizás nos atrevamos a hacer algún movimiento a favor de los vínculos. Los niños, en consecuencia, harán lo propio.

La televisión puede ser, a veces, una buena compañía. Pero también puede convertirse en un muro que levantamos entre unos y otros. O entre nosotros mismos.

Laura Gutman