sábado, 17 de enero de 2009

LOS NIÑOS Y EL DERECHO A LA VERDAD

“Todo ser humano tiene la misma capacidad de comprensión desde el día de su concepción hasta el día de su muerte” dijo hace muchos años la pediatra y psicoanalista francesa Francoise Dolto. La comprensión no tiene que ser demostrada con una respuesta verbal. Que los niños pequeños no puedan utilizar el lenguaje verbal, no significa que no lo comprendan.
Verdad externa
¿Por qué es necesario hablarles? Porque la verdad concreta dicha con palabras organiza el entendimiento de los niños y construye la estructura emocional sostenida por la lógica. Las palabras con sentido lógico son mediadoras entre los niños y el mundo. A diferencia de las personas grandes, ellos no cuentan con el concepto abstracto de tiempo y espacio, por lo tanto las situaciones más banales tienen que ser anunciadas una y otra vez antes de que sucedan. Incluso a los niños un poco más grandes los podemos ayudar con referencias puntuales, por ejemplo “antes de comer va a suceder tal cosa, cuando vuelva papá de trabajar haremos tal otra”.
Tomemos como ejemplo la comunicación entre adultos: Si mi pareja me anuncia: “esta noche regreso a las tres de la mañana”, me está informando sobre algo puntual, pero no es suficiente explicación lógica para mí, entonces no acepto que regrese tan tarde a casa porque no es costumbre dentro de nuestros acuerdos matrimoniales. En cambio si me especifica: “esta noche volveré a las tres de la mañana porque participaré en una cena de empresarios prevista para comenzar a medianoche”, cuento con suficiente información para organizar mi entendimiento, aunque no sea agradable para mí. Fundamentalmente comprendo de qué se trata.
Es vital comunicar a los niños la verdad exterior con lujo de detalles, tratando de percibir el mundo desde los ojos de ese niño, porque cada momento es infinito, cada sensación es eterna. La magia de las palabras logra acercar el mundo sutil del niño pequeño y el mundo concreto de los adultos. Usemos las palabras, ya que traducen lo que pasa.
Las madres permanecemos muchas horas a solas con los bebés. Es el período ideal para hablar previniendo a los bebés sobre todo lo que va a acontecer, por ejemplo: “ahora te voy a cambiar los pañales, tal vez sientas frío”, “vamos a salir a pasear y tengo que abrigarte”, o “vamos a ir juntos al supermercado, allí hay ruido, luces fuertes y demasiada gente”. Cada suceso por más banal que parezca, al ser anunciado, lo predispone y le otorga confianza hacia lo que va a acontecer.
De esta manera las palabras con sentido lógico del adulto se convierten en mediadores entre el mundo externo y el interno. Hablar con los niños es sencillo, es igual que hablar con otro adulto.
Verdad interna.
El amor es el centro de nuestra vida. Y la verdad es el eje de la comunicación. De hecho “hablar con el corazón” es contar la verdad interior. La verdad interior transmite lo que me pasa, lo que siento, lo que deseo, lo que temo.
Si somos capaces de mirarnos dentro sin prejuicios, si nos conectamos sencillamente con lo que nos sucede y si no lo valoramos como bueno o malo, entonces estaremos relacionándonos con nuestra verdad interior, que es la expresión del alma. Los adultos necesitamos comprender nuestros sentimientos para amigamos con lo que nos pasa y atravesar cada situación con mayor entendimiento.
Del mismo modo, los bebés y niños pequeños fusionados en la emoción de la madre, podrán comprender, organizar sus sensaciones y acompañar los sentimientos de su madre si saben de qué se trata. Esto es posible cuando la madre nombra lo que le pasa. Decir la verdad, toda la verdad del corazón, es hacerse cargo de lo propio para liberar al bebé de su angustia y su permanente obligación de manifestar lo que la madre siente pero todavía no ha expresado.
Por ejemplo: Termina la baja maternal de una mujer quien debe regresar al trabajo. Organiza correctamente el cuidado de su bebé de tres meses. La noche previa al comienzo de su jornada laboral, el bebé sufre un espasmo respiratorio... ¿Acaso ha sido un acontecimiento imprevisible? No, es tan frecuente como la falta de reconocimiento de la angustia que provoca en una madre el hecho de dejar a su bebé tan pequeño durante tantas horas. El bebé siente la misma angustia y se hace cargo de manifestarla.
En este caso ¿qué significaría decir la verdad?: Decir la verdad al bebé es reconocer antes que nada esta situación ambivalente: “necesito o deseo trabajar, pero también me angustia y me atemoriza dejarte al cuidado de otra persona “. O bien, “Quiero irme pero también sufro por dejarte”. Reconocer lo que nos pasa y comunicar lo que nos pasa, le permite al bebé comprender y organizar lo que nos sucede a ambos. De lo contrario el bebé se hace cargo de comunicarlo, él realiza la angustia a través de la manifestación del síntoma.
En otras palabras, el bebé nos obliga a conectarnos con la verdad, porque de lo contrario la materializa, la “expresa” en el plano físico, o en otras palabras: somatiza.
Facilitar los vínculos
Puede resultarnos una pesada tarea estar dando explicaciones a los niños permanentemente, sin embargo resulta facilitador para los vínculos. Poco a poco convierte a los niños en seres que acompañan con fluidez las decisiones y necesidades de los padres porque le encuentran sentido. Con el correr del tiempo las explicaciones serán más cortas y precisas ya que el niño incorpora conceptos de tiempo y espacio. El bebé necesita cada día la palabra de la madre que medie en la ausencia o ante cada situación nueva. En cambio un niño de tres años y medio que maneja con soltura el lenguaje verbal, “ya sabe” que cuando la madre dice “me voy a trabajar” tiene todo el sentido que le ha venido dando con muchas palabras llenas de significado durante esos tres años.
En busca de la propia verdad
La verdad siempre va precedida de la palabra “yo”. Porque la verdad es personal, responde a lo que me pasa, lo que siento, lo que deseo. No es una opinión, ni está supeditada a lo correcto o incorrecto.
Los niños están tan cerca de nuestro corazón, tan unidos a la verdad íntima, que se convierten en traductores exactos. Vale la pena prestarles atención, o al menos hacernos las preguntas pertinentes. Sólo sabiendo qué es lo que nos pasa, estaremos en condiciones de narrar nuestra verdad a nuestros hijos.
La verdad y la intimidad
La verdad siempre hace referencia a nuestra intimidad, es decir al interior de nuestro mundo emocional. Es la instancia que desnuda las emociones: el amor, el rechazo, el miedo, la alegría, la nobleza, la pasión, la rabia, la angustia, el dolor, la esperanza. La intimidad no se refiere a las prácticas sexuales, ni a la vida cotidiana como el hecho de trabajar, estudiar, comer, dormir, pasear o relacionarse con otros.
¿Pero qué tienen que ver los niños con nuestras íntimas verdades? Comprenderemos la profunda relación entre los pequeños y los adultos, si tomamos en cuenta que los niños pequeños son seres fusionales, es decir que viven dentro del mundo emocional de las personas que los crían. Cuando son muy pequeños, viven fusionados a la emocionalidad de la madre o de la persona maternante, y en la medida que van creciendo y van entrando en relación con otras personas (padre, hermanos, abuelos, maestras, amigos) se fusionan también con los mundos emocionales de los demás. Es decir, que indefectiblemente hacen parte del territorio afectivo de quienes los rodean.
La verdad es liberadora y aporta confianza
Por eso, aquello que nos sucede, les pertenece. También les pertenece lo que nos ha sucedido en el pasado, porque para nuestra organización emocional, el tiempo no existe. Si hemos experimentado situaciones dolorosas incluso durante nuestra infancia, hoy en día vibran aún en nuestro interior. Y es eso, justamente eso, lo que el niño vive como propio. Así las cosas, el niño merece comprender eso que siente como una evidencia. Nuestras palabras no van a traerle ninguna noticia reveladora, simplemente van a confirmar lo que el niño ya sabía. Y eso es increíblemente liberador, además de aportarle mucha confianza; porque el niño constata que lo que siente y lo que los adultos nombran, coincide. Comprendamos que el niño está completamente involucrado en nuestra vida personal, por lo tanto, no podemos tratarlo cono si fuera un extraño. El niño tiene derecho a saber al menos, lo que nosotros mismos hemos logrado comprender.

Laura Gutman

viernes, 16 de enero de 2009

Juguemos Juntos




Las personas grandes tenemos muchas cosas importantes que resolver. Y cuando se suma la obligación de criar y educar a los niños pequeños, la lista de prioridades y urgencias aumenta considerablemente. Nos preocupa especialmente el futuro de nuestros niños: decidir cuál es la mejor escuela, el mejor estudio de inglés, cómo lograr que sean educados y amables, cómo hallar soluciones para encarar el problema de los celos por el hermano menor, qué decisiones tomar para que no sufran a causa del divorcio de sus padres o qué médico consultar por las alergias reiteradas. En fin, que la vida se ha convertido en una maraña de preocupaciones, desde que la compartimos con nuestros hijos pequeños.
Son tantas las cuestiones que necesitamos solucionar, que incluso el ocio ha dejado de ser parte de nuestra vida cotidiana, sobre todo para las mujeres que además trabajamos fuera de casa. Ese pequeño espacio de diversión, de no hacer nada, de cantar o de dejar volar la imaginación, ha quedado relegado entre las múltiples tareas atrasadas. Sin embargo los niños -por suerte- aún logran conservar el juego como parte indispensable y constante de su desarrollo.
Los niños juegan todo el tiempo: Cuando comen, cuando caminan por la calle, cuando observan a los demás, cuando les decimos que tienen que ir a dormir, cuando nos llaman, cuando lloran, cuando están distraídos. Juegan aunque nosotros no nos demos cuenta de ello. Juegan a cada instante en medio de la interacción con la realidad, convirtiendo esa experiencia en múltiples posibilidades para atravesarla. Transforman de ese modo cada vivencia en muchas otras, indistintamente si son reales o imaginarias, ya que todas forman parte un momento único. Es posible que los adultos no tomemos en cuenta que ellos están dentro de un juego permanente y que desde ese lugar de creatividad y fantasía, nos invitan una y otra vez a acercarnos a ese mágico territorio de ensueños.
¿Por qué no aceptamos la invitación? Porque no nos resulta fácil. Los niños se mueven dentro de códigos que ya hemos olvidado o utilizando un lenguaje lúdico que tal vez ni siquiera hemos experimentado siendo niños. Jugar nos puede parecer extraño, misterioso o molesto. Y también podemos sentir que es una manera de perder el tiempo. En todo caso, jugar a la par de los niños pequeños, no es sencillo.
Vale la pena subrayar que a las madres no tan jóvenes, nos puede resultar aún más complejo entrar en la lógica infantil del juego. Y también constataremos -si nos observamos y observamos a nuestro alrededor- que habitualmente los varones participan en los juegos con mayor entrega y alegría que las mujeres. O sea que podríamos mirar a los varones -quienes con total despreocupación llegan a casa y se ponen a jugar- para aprender de ellos el manejo del ocio y la diversión.
¿Para qué sirve jugar con los hijos? Es la manera más directa de entrar en relación con ellos. Generalmente les pedimos que se adapten al mundo de los adultos, -cosa que hacen, por ejemplo, soportando largas jornadas escolares-. Jugar con ellos es hacer el camino inverso: nosotros nos adaptamos un rato al mundo de los niños. Parece ser un trato justo.
En ocasiones puede suceder todo lo contrario: que los niños hoy estén tan exhaustos de las obligaciones escolares, tengan tan poco tiempo libre y tan poca vitalidad para explorar el juego y la fantasía -refugiándose en la televisión o el ordenador- que posiblemente las personas grandes queramos ayudarlos y enseñarles a jugar. Lo cual no está nada mal. Siempre y cuando estemos dispuestos a permitirles desarrollar la inventiva y la ilusión, en lugar de imponer juegos reglados, difíciles de asumir, exigentes y donde el niño, una vez más, tiene que obedecer y en lo posible responder a nuestras expectativas. Jugar “bien” se parece demasiado a hacer la tarea de la escuela bien, portarse bien y ser un niño bueno. ¡Es decir que en ese caso ya no se trataría de jugar!
Sin embargo ¿las personas grandes somos capaces de jugar jugando? ¿Qué sucedería si nos dejamos llevar por la alegría y la improvisación, e imitamos lo que de alguna manera los niños proponen? Claro que la “lógica” del juego será diferente a la que estamos acostumbrados, y es posible que nos sintamos perdidos. El secreto para lograrlo será seguir a los niños, e ingresar tomados de la mano dentro de sus escondites preferidos. ¿Cómo saber si lo estamos haciendo bien? Sólo observando al niño. Constatando si está disfrutando o no. Si estamos intercambiando piedras de colores, o saltando uno sobre el otro, o jugando a las escondidas o repartiendo naipes…sabremos si es el juego adecuado en la medida que el niño esté fascinado. Ahora bien, si quienes estamos encantados con el juego somos nosotros, pero el niño está aburrido, nos hemos olvidado del niño real y estamos jugando con nuestro niño interno. Y eso, lo podemos hacer a solas.
Definitivamente, jugar es una cosa seria. Y algunos niños están dispuestos a enseñarnos las reglas.
Laura Gutman

domingo, 11 de enero de 2009

EL ROL DEL PADRE


Frente al agobio, la confusión y el cansancio que padecemos cuando tenemos hijos pequeños, las mujeres quisiéramos tener a mano una serie de “obligaciones” para endilgar al varón a quien percibimos más libre y autónomo y con una vida que no ha cambiado tan drásticamente como la nuestra. Somos las mujeres quienes necesitamos creer que un “buen padre” se ocupa de tal y cual manera de los hijos que tenemos en común. Pero cuando esto no ocurre, nos abruma el rencor y la desilusión.

Los “roles” que cada uno asume son hechos culturales. O personajes que repartimos entre todos para que una escena pueda ser representada. De modo que, cuando un niño “entra en escena” (o nace), se nos desacomodan todos los roles que teníamos asignados. Las mujeres nos encontramos en lugares que no habíamos dispuesto para nosotras mismas, nos sentimos afuera del mundo, solas, exageradamente demandadas, desgarradas entre permanecer en los lugares donde habíamos forjado nuestra identidad, o pendientes de las necesidades del niño pequeño. Frente a este panorama, observamos al varón que no está ni desgarrado, ni peleado entre nuevas y viejas identidades, ni malherido, ni agotado. Por lo tanto, nos resulta evidente que tendría que asumir parte de las tareas que por carácter transitivo de género, hemos asumido las que hemos devenido madres. Y ahí se ponen de manifiesto los desacuerdos ocultos de la pareja.

Pues bien. Sobre todo esto vale la pena conversar. Porque la presencia de un niño nos obliga a pensar cómo vivimos, qué esperamos unos de otros, qué organización familiar estamos dispuestos a construir y cuánta generosidad tenemos disponible. Por otra parte, los “roles” que asumamos, serán funcionales de acuerdo a si los hemos “planeado” juntos o no. Por ejemplo, si asumimos que la madre se hará cargo emocionalmente del niño, necesitará que “alguien” se haga cargo emocionalmente de ella. Y el varón que tiene al lado posiblemente sea el mejor postulante para ese ”rol”. En ese caso, no importa qué es lo que hace en función de su paternidad, no importa si baña al niño o si se despierta por las noches para calmarlo. Porque “es” padre en la medida en que sostiene emocionalmente a la madre para que ésta tenga fuerzas afectivas suficientes para acunar al niño. En cambio, si la madre no tiene disponibilidad emocional para el niño, o no tiene posibilidades de permanecer a su lado porque la economía familiar depende de ella; posiblemente haya un varón más “cariñoso” y en apariencia “buen padre” que se ocupa del hijo. Sin embargo, de un modo poco visible está obligando a su mujer a abandonar su despliegue maternante y desviando su preocupación hacia la adquisición del alimento. En estos casos, el varón no posibilita ni facilita una permanencia suave y dedicada de la madre hacia su hijo. Y este no es un dato menor, aunque las mujeres modernas creamos que la igualdad de derechos se basa en que tanto las mujeres como los varones asumamos indistintamente la crianza de los niños; desde el punto de vista del niño, no es lo mismo recibir cuidados maternantes femeninos que cuidados paternantes masculinos. Y eso que ni siquiera estamos hablando de lactancia, hecho que requiere una permanencia y disponibilidad irremplazables por parte de la madre.

Lo ideal sería que los “roles” estén todos asignados para jugar el juego de la familia. La mayoría de las veces, esto no ocurre. Hay un rol que pocas veces asumimos, seamos mujeres o varones. Es el rol de quien se despoja de sus propias necesidades a favor de las necesidades básicas, impostergables, urgentes e irremplazables de los niños pequeños. Cuando desestimamos los tiempos lentos de los niños, la necesidad de contacto, de brazos, de presencia física y de escucha genuina; nadie asume su rol.
Hablar de lo que le toca hacer al padre o de lo que corresponde hacer a la madre nos coloca en la lucha interminable por quien logra resguardarse más a sí mismo. Es verdad que nos faltan jugadores para la escena familiar. En la mayoría de los casos nos hemos quedado sin familia extendida, sin barrio, sin aldea, sin mujeres experimentadas ni grupos de pares para hacernos cargo mancomunadamente de los niños pequeños. Estamos todos muy solos y exigidos. En ese sentido, los varones que desean ser “buenos padres” tampoco logran responder a las expectativas. Fallan. Están cansados. Reciben palabras de desprecio. Se sienten poco valiosos. Escasamente potentes. Y se supone que deberían hacer lo que no hacen, es decir, llegar temprano a casa, hacerse cargo del niño, calmarlo, jugar con él, ser paciente.

Pensar el rol del padre dentro de la familia moderna tiene que coincidir con un pensamiento más generalizado sobre cómo vivimos todos nosotros, cómo y dónde trabajamos, cómo circula el dinero, quién administra, cómo nos manejamos respecto al poder dentro de las relaciones, cómo circula el amor y el diálogo dentro de la pareja y sobre todo qué importancia le asignamos a la libertad y a la autonomía personales. Porque es importante tener en cuenta que si estamos apegados a la propia autonomía, el niño no logrará recibir lo que necesita. Y si recibe el tiempo y la dedicación, será en detrimento de la libertad de la madre. Y desde ese lugar de pérdida de libertad, las mujeres nos ponemos exigentes con los varones, queriendo definir claramente qué roles deberían asumir. Con lo cual, estamos todos enfadados unos con otros. Por eso, el tema no pasa por luchar para determinar quién pierde más libertad, asignando deberes a diestra y siniestra, sino por revisar qué capacidad de entrega tenemos unos y otros. La maternidad y la paternidad no se llevan bien con la autonomía y la libertad personal. Tenemos que estar dispuestos a perderlas, si nos interesa el confort de los niños pequeños. Y en este punto, es lo mismo ser varones o mujeres.

Tal vez sea tiempo de mirarnos honestamente y reconocer qué es lo que cada uno de nosotros está dispuesto a dar. Comprometernos a eso y no más. Aceptar nuestras limitaciones y darnos cuenta que nos complementamos. Que hay algo que el otro ofrece que uno mismo no sería capaz. Y que si no da “todo” lo que quisiéramos, no lo coloca en un lugar donde “no da nada” sino que “da algo diferente”. De ese modo pierden sentido todas las discusiones sobre los roles adecuados, lo que se debe o no se debe hacer frente a algo tan difícil como criar niños pequeños.


Laura Gutman